jueves, 6 de diciembre de 2018

El sueño de un pueblo.

Lectura del libro de Isaías 25,6-10:
Aquel día, el Señor de los ejércitos preparará para todos los pueblos, en este monte, un festín de manjares suculentos, un festín de vinos de solera; manjares enjundiosos, vinos generosos. Y arrancará en este monte el velo que cubre a todos los pueblos, el paño que tapa a todas las naciones. Aniquilará la muerte para siempre. El Señor Dios enjugará las lágrimas de todos los rostros, y el oprobio de su pueblo lo alejará de todo el país. Lo ha dicho el Señor.   Aquel día se dirá: «Aquí está nuestro Dios, de quien esperábamos que nos salvara; celebremos y gocemos con su salvación. La mano del Señor se posará sobre este monte.»


La Palabra estos días nos regala cantidad de símbolos y gestos que nos sumergen en el contenido de esa esperanza que anima nuestra fe. Isaías relata un festín donde la comida, la bebida, la vida, la justicia y la felicidad se desbordan generosamente. “Aquel día se dirá: Aquí está nuestro Dios…celebremos y gocemos con su salvación”. La promesa se cumplirá, la esperanza verá aquello que espera. Imagino que es como esa sensación que tienes cuando puedes decir al fin:” Confiaba en ello…y mira, se ha cumplido”.

En un texto tan corto llama la atención que la palabra “todos” aparezca repetida hasta cinco veces: “todos los pueblos, … todos los pueblos, … todas las naciones, … todos los rostros, …todo el país”. Todos, la totalidad, hace hincapié en una realidad de esta salvación, es universal. Isaías hace referencia al tiempo mesiánico, pleno de felicidad, ese banquete que instaura el Reino de Dios. Los profetas esperan una victoria definitiva de Dios, la salvación plena.

¿Qué esperamos nosotros? O mejor, afinando un poquito más, ¿qué me atrevo a esperar, a soñar? Y eso que sueño ¿es tan bueno, que llegará a ser bueno para todos?

A veces vamos dejando arrinconados ideales, ilusiones, eso o esos por los que estamos dispuestos a todo. Si los sueños no son soñados por nadie, permanecen en el olvido, tampoco se comparten, nunca se vuelven proyectos, ideas, posibilidades, oportunidades. Si tampoco nuestra fe nos lleva a esperar ya nada nuevo de Dios, se instala en la rutina y la comodidad. Quizás a veces no sólo no abrimos las puertas a Dios que viene, sino que se las vamos cerrando en la medida en que dejamos de confiar en que lo mejor está por venir.

El Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace recostar;   me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas. … Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida, y habitaré en la casa del Señor por años sin término. Sal 22  .

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