jueves, 4 de diciembre de 2014

Tres buenos hijos

Raquel había enviuda­do hacía muchos años y su vida transcurría placentera en una ciudad del norte de Europa. Había tenido tres hijos de los que se sentía muy orgullo-sa pues eran los mejores hijos que se podían tener, aunque vivían cada uno en una gran ciudad y todos lejos de ella. A su vez, sus hijos la adoraban y, siempre que podían acudían a visitarla con sus familias. Visitas que agradaban a Raquel, quien nunca se cansa­ba de sus hijos, ni de sus nietos ni de sus nueras. Todos habían prosperado en la vida y se po­dían considerar ricos o muy bien acomodados, pero ninguno de ellos olvidó que, todo en esta vida se lo debían a sus padres, así que quisieron mostrarse agradecidos por ello aún sabiendo que nun­ca podrían devolver tanto bien recibido.
Pedro, el mayor, regaló a su madre una hermosa casa en una urbanización residencial con toda clase de comodidades. Tenía ésta un bonito jardín en la parte trase­ra, enormes ventanales en los dos salones, luminosos dormitorios y una maravillosa cocina provista de todos los adelantos inimagi­nables. Las cuatro chimeneas que funcionaban en invierno termi­naban de hacer de ella la mejor
casa que una madre pudiera soñar.
Juan, el mediano, sabedor de lo que le gustaba a su madre viajar puso a su disposición un lujoso automóvil con chófer para que ella, en cualquier momen­to, pudiera partir hacia donde quisiese. Igualmente puso a su nombre una cuantiosa cuenta en cheque de viaje para cubrir los gastos que pudieran acarrearle en todos los desplazamientos que pudiera realizar.
Andrés, el menor, siempre había sabido que a su madre le encantaba leer. No había noche que ella pasara sin leer un buen libro. Pero también sabía que su vista ya no era la misma y que cada vez le costaba bastante trabajo la práctica de su gran afición. De este modo se le ocu­rrió que si alguien le recitara sus lecturas favoritas, ella no tendría que forzar su cansada vista. Por tanto le compró un loro, y encargó a una gran experto que lo adiestrara para que el loro le recitara de memoria el tema que ella prefiriera. Esto no fue trabajo fácil ni barato, gastó una cuantiosa fortu­na en la enseñanza
del loro, pero al fin lo consiguió.
A los pocos días Raquel le envió una carta a cada uno de sus hijos: Pedro: Hijo mío, te agra­dezco tu regalo pero he vuelto a mi casa, allí me encuentro muy cómoda. Gracias hijo que Dios te bendiga. Eres un sol.
Juan: Te agradezco tu mara­villoso regalo. Antes me gustaba viajar. Ahora para ir a la tienda de al lado... ¿para qué, un coche tan grande? Muchas gracias hijo y que Dios te bendiga.
Andrés, gracias por tu regalo. Tu si que conoces mis gustos. Tú sí que sabes que las pequeñas cosas de la vida a veces son las mejores. ¡Hijo mío, no te puedes figurar lo bueno que estaba el po­llo! Gracias y que Dios te bendiga por ser tan buen hijo.



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