Raquel
había enviudado hacía muchos años y su vida transcurría placentera en una
ciudad del norte de Europa. Había tenido tres hijos de los que se sentía muy
orgullo-sa pues eran los mejores hijos que se podían tener, aunque vivían cada
uno en una gran ciudad y todos lejos de ella. A su vez, sus hijos la adoraban
y, siempre que podían acudían a visitarla con sus familias. Visitas que
agradaban a Raquel, quien nunca se cansaba de sus hijos, ni de sus nietos ni
de sus nueras. Todos habían prosperado en la vida y se podían considerar ricos
o muy bien acomodados, pero ninguno de ellos olvidó que, todo en esta vida se
lo debían a sus padres, así que quisieron mostrarse agradecidos por ello aún
sabiendo que nunca podrían devolver tanto bien recibido.
Pedro, el mayor, regaló a su madre una hermosa casa en una
urbanización residencial con toda clase de comodidades. Tenía ésta un bonito
jardín en la parte trasera, enormes ventanales en los dos salones, luminosos
dormitorios y una maravillosa cocina provista de todos los adelantos inimaginables.
Las cuatro chimeneas que funcionaban en invierno terminaban de hacer de ella
la mejor
casa que una madre pudiera soñar.
Juan, el mediano, sabedor de lo que le
gustaba a su madre viajar puso a su disposición un lujoso automóvil con chófer
para que ella, en cualquier momento, pudiera partir hacia donde quisiese.
Igualmente puso a su nombre una cuantiosa cuenta en cheque de viaje para cubrir
los gastos que pudieran acarrearle en todos los desplazamientos que pudiera
realizar.
Andrés, el menor, siempre había sabido
que a su madre le encantaba leer. No había noche que ella pasara sin leer un
buen libro. Pero también sabía que su vista ya no era la misma y que cada vez
le costaba bastante trabajo la práctica de su gran afición. De este modo se le
ocurrió que si alguien le recitara sus lecturas favoritas, ella no tendría que
forzar su cansada vista. Por tanto le compró un loro, y encargó a una gran
experto que lo adiestrara para que el loro le recitara de memoria el tema que
ella prefiriera. Esto no fue trabajo fácil ni barato, gastó una cuantiosa fortuna
en la enseñanza
del loro, pero al fin lo consiguió.
A los pocos días Raquel le envió una
carta a cada uno de sus hijos: Pedro: Hijo mío, te agradezco tu regalo pero he
vuelto a mi casa, allí me encuentro muy cómoda. Gracias hijo que Dios te
bendiga. Eres un sol.
Juan: Te agradezco tu maravilloso
regalo. Antes me gustaba viajar. Ahora para ir a la tienda de al lado... ¿para
qué, un coche tan grande? Muchas gracias hijo y que Dios te bendiga.
Andrés, gracias por tu regalo. Tu si que conoces mis gustos. Tú sí que
sabes que las pequeñas cosas de la vida a veces son las mejores. ¡Hijo mío, no
te puedes figurar lo bueno que estaba el pollo! Gracias y que Dios te bendiga
por ser tan buen hijo.
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