martes, 15 de julio de 2014

El ANCIANO QUE QUERÍA REPARTIR SU HERENCIA CON SUS HIJOS

Era un anciano que, en su lecho de muerte, llamó a los tres hijos y leS dijo que no podía dividir su herencia entre los tres. La herencia era tan pequeña que no podía ser compartida entre los tres. La herencia, por tanto, no podía ser para los tres hijos, solamente para uno de los tres hijos. Como solamente la herencia podía obtenerla uno de los tres hijos, el anciano era el que tenía que elegir. El anciano tenía que decidir quién era de los tres el que debía llevarse toda la herencia.
El anciano dijo finalmente: "la herencia se la daré al más astuto, al más inteligente y al más hábil de los tres". El anciano continuó diciéndoles a los tres: "encima de la mesa de mi habitación hay tres monedas. Como sois tres y hay tres monedas, coged una moneda para cada uno. Y el que compre con esa moneda algo para llenar toda la casa, se quedará con toda la herencia" Los tres empezaron a decir: "¿Qué vamos a comprar con una moneda para llenar toda la casa? Nos hace falta más dinero porque con esta moneda lo más que podemos comprar es un cuadro, un jarrón, un reloj, algo de poco valor". Entonces, empezaron a marearse la cabeza, pensando qué podrían comprar con una pequeña moneda para llenar toda la casa.
El primero, después de mucho tiempo pensó por fin, en qué iba a gastar esa moneda para llenar la casa. Dijo el primero: "he pensado comprar unos sacos de cemento en una obra de construcción cercana y, haber si logro llenar la casa". Compró los sacos de cemento y solo consiguió llenar la mitad de la casa. El segundo, con la moneda suya que había cogido de la mesa, compró unos sacos de plumas de aves, pero con esa moneda no le llegó para llenar toda la casa, se quedó más o menos, a la altura del anterior, no llegó más allá del primero. El tercero dijo: "¿que compraré con una moneda?" Después de pensarlo durante mucho tiempo, compró un pequeño objeto: una vela. No compró sacos de cemento, ni sacos grandes de plumas de ave, sino una simple vela. El que compró la vela, esperó a que atardeciera y cuando se hizo de noche, encendió la vela y, toda la casa se llenó de luz.
¿Sabéis quién fue el heredero? ¿Quién de los tres se llevó la herencia del hombre anciano? Se la llevó el tercero. El que compró la vela. El primero intentó llenar la casa de sacos de cemento, el segundo intentó llenar la casa de sacos de plumas de ave. Pero, esa casa, seguía vacía o media vacía. Esa casa estaba en tinieblas. El tercero fue el heredero porque con la vela que compró iluminó toda la casa. Eso era lo que hacía falta: dar luz a toda la casa. El tercero de los hijos fue el heredero, el más prudente, el más astuto, el más hábil, precisamente, porque compró una cosa que no tenía mucho valor: una simple vela, pero compró lo que hacía falta para llenar toda la casa: una vela que iluminaba por la noche toda la casa.
El anciano es Dios que nos da unos dones, unos talentos, nos da el don de la fe, no para que lo guardemos, sino para que lo comuniquemos. Nosotros somos administradores de la casa, de la historia, de la lámpara de nuestra vida. Si tu vida está llena del aceite de la fe, cuando venga la oscuridad, el sufrimiento, la muerte, la tristeza y la angustia, tú no tropezarás, ni entrarás en la desesperación, porque la lámpara de tu vida, está provista de lo esencial, está dotada del aceite de la fe. La vela que encendió el tercero de los hijos para iluminar toda la casa es la vela que recibieron nuestros padres y padrinos cuando nos bautizaron, es la vela del bautismo, es el símbolo del cristiano que desciende hacia la piscina del bautismo, sepultando el cadáver del hombre viejo, bajo las aguas que simbolizan la muerte y sale de esas aguas, como hombre nuevo, nacido del Espíritu Santo, realizándose en el cristiano que ha sido bautizado el misterio de la muerte y resurrección de Jesucristo.
Jesucristo es el aceite que tenemos que meter en la lámpara de nuestra vida. Jesucristo es la vela que tiene que permanecer siempre encendida en la casa de los acontecimientos de nuestra historia. La noche se echa encima y llega la hora de las tinieblas y del sufrimiento. Por eso, amigos, no malgastemos esa vela. No dejemos que esa vela se consuma. No dejemos sin aceite nuestras lámparas, porque en el momento que menos te lo esperes nos sorprende el novio y los que no tenían preparado el aceite en las lámparas no pueden entrar en la boda y celebrar la fiesta. Los que no han preparado la vela, les puede sorprender la noche y no podrán ver nada.
Aprovecha este momento. Ahora, en este preciso instante, en este momento concreto que estás viviendo, está pasando el Señor por tu vida sin detenerse, con poder para salvarte, para librarte de tus esclavitudes, de tus alienaciones. No dejemos que las lámparas se queden sin aceite. No dejemos que la vela de nuestra vida se apague. Esa vela que es Jesucristo, ilumina nuestra ceguera. Y de qué ceguera estoy hablando? De la ceguera de nuestros pecados. Nosotros tenemos dos ojos y podemos ver con claridad lo que hay en nuestro alrededor. Pero, en el fondo, estamos ciegos, porque no nos miramos más que a nosotros mismos. Estamos ciegos, llenos de pecados. Y Jesucristo, ha sido enviado por el Padre como luz a nuestra vida, para que seamos curados de la ceguera que tenemos, del mal que hay dentro de nuestro corazón.
El tercero de los hijos del que os he hablado en esta historieta adopta la misma actitud de las vírgenes prudentes del evangelio, que llenaron las lámparas del aceite de la fe. En cambio los otros dos hijos que compraron con la moneda sacos de cemento y de pluma de aves, no consiguieron llenar la casa, porque les faltaba en sus lámparas el aceite de la fe. Esto nos pasa también a nosotros. Llenamos nuestra casa, nuestra historia, nuestra vida, nuestro corazón de cosas que no merecen la pena, de los sacos de cemento de nuestra soberbia, de los sacos de pluma de nuestra codicia y vanidad. Llenamos nuestra casa de ira, de maledicencia, de murmuración, de rencor, de envidia, de orgullo, de deseo de poder, de afán por el dinero, de placeres, pero no la llenamos de lo esencial, del aceite de la fe, del aceite de Jesucristo.
La fe alumbra toda la casa de nuestro corazón. La fe ilumina esa historia de sufrimientos que hay en tu vida y que te está destruyendo. El aceite de la fe, ilumina y da sentido a ese sufrimiento que te está matando, a la enfermedad que estás padeciendo, a los problemas que tienes en tu matrimonio, a tu falta de trabajo, a tus problemas de herencia con tu familia. La fe da un sentido a todos los sufrimientos que aparecen en tu vida.
La luz de la fe, como dice el papa Francisco en su encíclica Lumen Fidei, "tiene la capacidad de iluminar toda la existencia del hombre. Porque una luz tan potente no puede provenir de nosotros mismos; ha de venir de una fuente más primordial, tiene que venir, en definitiva, de Dios. La fe, que recibimos de Dios como don sobrenatural, se presenta como luz en el sendero estrecho de nuestra historia, que orienta nuestro camino en el tiempo. Por una parte, procede del pasado; es la luz de una memoria fundante, la memoria de la vida de Jesús, donde su amor se ha manifestado totalmente fiable, capaz de vencer a la muerte. Pero, al mismo tiempo, como Jesús ha resucitado y nos atrae más allá de la muerte, la fe es luz que viene del futuro, que nos desvela vastos horizontes, y nos lleva más allá de nuestro « yo » aislado, hacia la más amplia comunión. Nos damos cuenta, por tanto, de que la fe no habita en la oscuridad, sino que es luz en nuestras tinieblas. Dante, en la Divina Comedia, después de haber confesado su fe ante san Pedro, la describe como una chispa que se convierte en una llama cada vez más ardiente / y centellea en mí, cual estrella en el cielo".
Amigos, debemos estar vigilantes, siempre con El aceite de la fe. Pidámosle al Señor que crezca e ilumine en nosotros ese aceite, esa vela que vaya creciendo en el presente, y que esa aceite, esa vela lleguen a convertirse en la estrella que muestre el horizonte de nuestro camino en un tiempo, como el que estamos viviendo, en el que el hombre tiene especialmente necesidad de luz y esa luz es Jesucristo. Seamos lámparas ardientes de amor. Apartemos nuestra mirad del brillo de la gloria temporal y pongamos nuestros ojos fijos en el Señor.

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