Nos
hallamos en el tren, su destino es llegar al Banquete que nos darán al final
del largo recorrido. El revisor nos acomoda a cada uno en el sitio que nos
corresponde, y nos dice: ” Procurad no descuidar vuestro equipaje, pues en el
Banquete os será necesario”.
Empieza
a andar la maquina: vemos a la gente despedirse de los suyos, después nos
hacemos con el traqueteo del vagón; vemos a las primeras personas protestar del
frío, calor, cansancio, aburrimiento...
Nuestro vecino de la derecha nos
dice que quiere llegar a tiempo, pero se va a bajar para ver a un pariente,
pero cogerá el tren siguiente; nosotros le aconsejamos que se baje a la vuelta,
pero no nos hace caso y se baja. Llamamos al revisor para interesarnos por la
suerte de los vecinos, nos dijo que el próximo tren pasaría dentro de tres días,
y que no llegaría a tiempo, además nos vuelve a repetir que tengamos mucho
cuidado con nuestro valioso equipaje.
Nuestros
vecinos de la izquierda no parecen muy comunicativos, van mirando como pasa el
paisaje a través de los cristales sucios y distorcionantes del compartimento.
De pronto, oímos decir al padre: “Me atraen esto lugares, vamos a bajarnos en
la próxima estación” lo que no podían suponer que detrás de esos cristales había
nada mas que desolación. ¡Lastima, no ha tenido paciencia!.
Tenemos nuevos vecinos, están muy alegres pues
tienen ganas de llegar hasta el final, viene de un pueblo desértico, con mucho
polvo; están gozando al pensar que el banquete estaría lleno de jardines y
fuentes.
El
tren avanza despacio, se para a cada instante, traquetea mucho y no se puede
dormir; se juega a las cartas, al parchís. Ya los vecinos se han tranquilizado,
están hartos de estar sentados, con un calor asfixiante. Pero llegamos a un
sitio donde había muchos arboles, una gran plaza con unos caños de agua
transparentes y un fresco agradable; Creyeron que era allí, y se bajaron. Se dejaron
engañar por la apariencia, y olvidaron lo fundamental: el Banquete.
....
El tren poco a poco iba recorriendo el camino de la vida. Unos se subían;
otros, hartos, sin ganas, se bajaban.
Hasta
que llegó el fin del viaje y nos bajamos del tren, por los altavoces nos llamaban
por nuestros nombres, uno a uno. El revisor ya nos conocía, nuestra historia, mis
méritos y nuestro vicio. Nos dimos cuenta que la mayoría ya no estaba. Cuando
dijeron mi nombre me presente ante el Dueño de la Casa; y le di mi equipaje, lo
examino y vio que faltaba una cosa: Lectura, había pasado todo el tiempo
preocupado por los demás, pero me abandoné a mí mismo. Me dio la Biblia para que meditase
sobre mi vida en el tren, me senté en
una gran sala donde había mucha gente que estaban recuperando el tiempo perdido,
unos estaban cosiendo un roto en su traje, otros limpiando los zapatos, otros preocupándose
por los demás. Y solo después pude entrar en el Banquete, en donde no falta
nada.
M. Vázquez.